Ceniza en la boca: un retrato de los duelos

Reseñas literarias
Por
Valeria
Farrés
«Desde que llegamos a España estábamos como amputados, pero sin diagnóstico. Como que nos faltaba algo, pero todos lo negaban. ¿Faltarnos algo? ¡Al contrario! ¡Si lo habíamos conseguido todo: ¡casa, papeles, mamá! ¿Qué nos podían amputar? Pues México, pensaba yo. Nos amputan México», Brenda Navarro

Tengo un tatuaje en la espalda que, de vez en cuando, repienso. Es una mezcla la Ciudad de México, donde nací y he vuelto a vivir desde hace 7 años, y Caracas, donde pasé los primeros 18 años de mi vida. Está la silueta de El Ávila y está la silueta de El Ángel. Están un montón de siluetas de edificios que bien podrían ser de aquí o de allá, como yo que digo «wey, ej que qué vamoj a hacer hoy». 

Empiezo a leer Ceniza en la boca sentada en un colchón inflable en la sala de mi hermana que ahora vive en Pasadena. La historia comienza con un hermano que se suicida –odio que se hable de los suicidas, pienso que a nadie más se le nombra por la forma en la que muere, no decimos los ahogados, los atropellados ni los cancerosos–. Desde ese momento que parece ser el final, Brenda Navarro empieza a escribir desde la voz de una hermana los acontecimientos previos y posteriores al suicidio de Diego. Su novela captura infinitos duelos. 

Primer duelo: perder la infancia 

Aunque la narración no sigue un orden cronológico, podríamos hablar de la infancia como un primer momento. Navarro escribe idas a la playa con la abuela, la búsqueda de un padre que no está en escena, la muerte de otro padre –el de Diego–, la ausencia de una madre que se va a España, las amigas del recreo, el perro adoptado que luego muere. 

Segundo duelo: perder el país 

La migración es un segundo momento. Siempre. Porque un lugar previo es condición de posibilidad de cualquier partida. En Ceniza en la boca el reencuentro con la madre no es feliz. Está más bien marcado por las violencias a las que arriban Diego y su hermana: la xenofobia en aulas de clase, la presunción de delincuencia con la que se trata a los migrantes, la adolescencia que lleva a una mujer joven a desconocer a un hermano que se encierra horas en su habitación cuando antes era alegre y tierno.

Tercer duelo: perder al hermano

Diego se suicidó aventándose desde la ventana. «Diego nos mandó a la chingada a todas», escribe Brenda Navarro tras relatar que, antes de aventarse, borró de su celular todo, a excepción de las canciones de su banda favorita. «Nos ahorró el trabajo de encontrar la verdad». Y es que el duelo que deja un suicidio parece diferente a cualquier otro: más lleno de culpas, más lleno de dudas, más lleno de hubieras. 

Cuarto duelo: volver

Cuando la protagonista vuelve a México con las cenizas de Diego, a México también le han amputado algunos miembros: a Ruth le destrozaron el cuerpo, a Joana no la encuentran, aparecen más de 10 cuerpos sin cabeza colgados de un puente peatonal. Y la lista sigue hasta que su nostalgia pierde el sentido. México no parece un lugar extrañable. 

Repienso mi tatuaje. Me lo hice cuando me perdoné haber dejado Venezuela, como un intento de reconciliación. Termino el libro cuando voy en camino al aeropuerto para regresar a México, después de un par de conversaciones con mi hermana que insiste con su «deberías mudarte». Pienso que solo he habitado países rotos. Tengo tatuadas ciudades rotas. En ellas asesinan gente, en ellas se pasa hambre, en ellas la esperanza es un lujo que he disfrutado por el mero azar de nacer y migrar con privilegios.

Quinto duelo: vivir 

No sé a ciencia cierta qué quiso decir Brenda Navarro con esta novela. Pero a mí me dijo que la vida es un duelo que se cobra por adelantado. 

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