Crecer entre idiomas

Por
Daniela
Boullosa

A los 8 años llegué a una primaria gringa donde nadie hablaba español; en mi casa, no se permitía el inglés fuera de la televisión. En las mañanas recitaba el Pledge of Allegiance con una mano en el corazón. En las tardes, Luis Miguel cantaba en la cocina y mi mamá preparaba tacos con unas tortillas dulces que se rompían, pero que aprendí a querer. 

Mientras yo estudiaba en inglés, mi maestra, Mrs. King, aprendía actuación. Rápido entendí que «lunchbox» era «lonchera», aunque ella seguía haciendo una puesta en escena: sus manos hacían un intento de rectángulo, viajaban a su panza y decía ​​«mmmm» y después guardaba la comida invisible en la caja invisible. Me hacía sentir de dos años; pero al cabo de unos meses, mis calificaciones venían con un sello de que hablaba demasiado en clase y Mrs. King dejó Broadway. 

Mis papás compartían el miedo de que yo abandonara mi lengua materna. Su miedo se materializaba en decenas de libros en español que me dejaban en el buró. Para que no me vieran traicionando a la patria, los escondía debajo de mi cama y mi travesura era devorar Harry Potter entre las cobijas, in English, of course. Y yo decía Jermayoni, aunque en mi casa todos la conocieran como Hermione, la «h» muda. 

Me esperaba a que se durmieran todos. Quizás, en silencio, podía imaginar que no era ni una fucking Mexican ni una pinche gringa. Solo era Daniela, ni Boullosa ni Bulosa, y podía pensar y soñar en inglés sin lastimar a nadie. Hoy, tantos años después, agradezco esa lucha incesante por parte de mis padres, los esfuerzos de Mrs. King y el escape que siempre han sido los libros. Agradezco a esa niña que contaba sus mejores chistes con acento tejano, pero que sabía que el español era la lengua de su abuela y que eso era suficiente para no darle la espalda. Agradezco que, para esa niña, los idiomas fueron una guerra y, en los momentos más importantes, también fueron refugio.

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