Díganle

Por
Valeria
Farrés

Nunca puse tanto de mí en las palabras como cuando migré y necesitaba, en partes iguales, silencios sepulcrales y estallidos. En el acto de escribir había un reconocimiento de lo que está deshecho, una forma de rehacer la vida y, viéndolo en retrospectiva, algo de esperanza, aunque en ese momento no se sintiera así. En mi memoria sensorial está la angustia, que se manifestaba como cosquillas en los pies al ver una página en blanco. Y también está algo del consuelo, que se manifestaba como la certeza de que, después de un suspiro, uno vuelve a inhalar. 

Hace algunos meses tuve una conversación devastadora. Empezó con la pregunta «¿por qué ya no escribes textos que me hacen llorar?». Cuando llegué a vivir a la ciudad de las jacarandas, entendía la escritura como el gesto más genuino de la tristeza. Pero la tristeza perdió el papel protagónico hace un par de años, porque agregué a mi lista de contactos amigas de quienes no tengo dudas, porque me aprendí el camino de la ciudad al campo, porque volví a tomar café con mi papá, porque –en tierras que ya no se sienten del todo ajenas– recuperé parte de lo perdido. Y porque hice las paces con lo que perdí para siempre. 

De una forma u otra, dejar ir la tristeza fue un segundo duelo. Abandoné mi sitio de artículos de blog, dejé de publicar versos en Instagram, ya no me atreví a leer en voz alta para los extraños. Y ahora la mayoría de los textos que escribo no llevan mi nombre. A mis 19 años alguien, a modo de reclamo, me dijo que le caía mejor cuando era feliz. A mis 22 años alguien, a modo de reclamo, me dijo que le gustaba más cuando me desmoronaba con palabras. Como si la tristeza o la alegría fueran exigibles.

Esto es lo que me faltó decir en esa conversación que pedía textos tristes: no he perdido las palabras. Si cuando la migración me hizo el corazón añicos las usé para reconstruir la vida, hoy que la vida no está rota las uso para construirla. De vez en cuando me deshilo un poco, como muñeca de trapo, y encuentro en el teclado hilo y aguja. Pero son más los momentos en los que me puedo tejer un vestido nuevo o dibujar una sonrisa de estambre. 

Y hay más: ya no escribo solamente para mí, ya no me limito «sangrar en el papel». Hoy mis palabras están en los textos web de una marca que representa el sueño de alguien, hoy están en el discurso de una tienda de ropa que rompe con los estereotipos de belleza, hoy son parte de la etiqueta de un empaque de café que acompañará las mañanas de muchos, hoy cuentan una leyenda en la parte de atrás de una botella de sotol. Y yo encuentro una dignidad infinita en ser tinta para la voz de otros.  

Díganle a mi yo de 13 años que le robé un verso que estaba arrumbado en una libreta vieja y lo puse en la tarjeta de una floristería para hacer sonreír a alguien. Díganle a mi yo de 18 años que con ese dolor que parecía infinito ejercitamos una pluma que ahora es feliz. Díganle a mi yo de 20 años que sí se puede vivir de las palabras. Díganle a mi yo de 22 años que asociarse con amigas para escribir a varias manos ha sido la mejor decisión de su vida. Díganles todo eso y yo, a mis 25 años, me encargaré de decirle a cualquier mirada que tropiece con estas letras que escribir no es el acto más genuino de la tristeza: es el acto más genuino de vivir.

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