Memorias de la letra «c»

Por
Camila Díaz

Pocos recuerdos tengo tan grabados como cuando, después de haberme ridiculizado por no saber escribir en pre-primaria, llegué con mi madre y le pregunté «¿cuál es mi nombre completo y cómo se escribe?». Probablemente sabía escribir algunas cosas antes de eso, pero ninguna palabra de los libros de caligrafía tuvo tanto sentido como trazar en el papel mi identidad. Como si la tarde estuviera dedicada a mi nombre cuando mi madre se sentó conmigo y me enseñó a trazar mi primera «C». Después le pregunté por el orden de mis apellidos, cuáles eran los de ella y por qué no compartíamos los mismos ella y yo, pero mi hermana y yo sí: ahí comencé a crear mi historia.

El ridículo que me llenó de curiosidad por conocer la escritura también me enseñó cosas. Recién me había mudado a Colima, era nueva en la escuela y por algún problema administrativo me adelantaron un año. La primera actividad fue escribir cualquier palabra con la inicial de tu nombre, y la mística «C» aún no aparecía en mi imaginario, me quedé helada. Sin querer confesar mi ignorancia, decidí esperar sentada hasta que todos mis compañeros completaran su tarea y salieran al recreo para, solo de esta forma, admitir que no sabía. Todo iba conforme al plan, pero quedaba una niña que me miró y me entendió sin conocerme. Le confesé todo. Con la misma paciencia que tuvo mi mamá, me preguntó mi nombre y me dijo que «circo» era como «Camila», ella lo escribió y pudimos salir a recreo, juntas. «Circo» me mostró que la palabra no solo crea, también une.

A partir de ese día se me abrieron los ojos y se me desentumió la mano: un mundo nuevo se componía en mi cabeza de 4 años. Las letras no tienen sentido cuando están sueltas, ni cuando cantas el abecedario por pura mimesis auditiva, ni cuando sigues las líneas punteadas. A menos que sea la C, [de circo].

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