Nefando: palabras para todo el silencio que vendrá

Reseñas literarias
Por
Jimena
Balcázar
La literatura no puede distraerse con elefantes, tiene que apartarlos y ver al acróbata caído, interrogarse por su sufrimiento. Mónica Ojeda, Nefando.

De algún tiempo para acá, cada una de mis angustias se ha construido encarando el vacío que significa no saber por dónde empezar a buscar lo sagrado. En esa incertidumbre explico mi desgarradura; a ella la hago responsable de este constante depositar mi energía y mi centro en lo incierto: siempre en lugares erróneos, en luchas equivocadas y en amores contrariados que una y otra vez me llevan a permitir que la resistencia sea un motivo por el que es digno y razonable [léase justificable] que se me escurra la vida. Tal vez por eso Nefando caló tan dentro. Pero, también, porque me regaló un motivo del que me sentía vaciada y una pregunta, que para mí es lo mismo que una flecha que apunta hacia comienzos y rumbos posibles. 

Si tuviera que resumir el hilo que conduce la historia en una línea, diría que es, precisamente, el terror de saber que el mundo se ha quedado vaciado de significantes y representaciones que expliquen qué carajos hacemos aquí. Y, si tuviera que ironizar esta línea, lo haría pensando en lo que Mónica Ojeda advierte desde el principio: la vida sigue. Ahí está lo terrible, pero al mismo tiempo lo único. Comprender que no existe ninguna catástrofe personal capaz de detener el curso del tiempo: eso le toca al hombre. Dar herramientas para inteligir en el dolor y atarnos de regreso al mundo: eso le corresponde al arte. La pregunta es, entonces, qué tiene permitido el artista. O, mejor dicho, de qué parte del dolor del mundo puede apropiarse, qué catástrofes pueden servirle como materia prima.

Nefando, un videojuego que convierte el peor de los sufrimientos en entretenimiento, parece enseñar que el dolor no le pertenece a nadie. Pero no, no es eso. Más bien, la novela muestra que, en la medida en que se vuelve un producto de consumo, no debería pertenecerle a nadie. Ahora sí: lo que enseña es un dolor expropiado del doliente. Explica que el dolor incomoda, que uno no debería poner la basura en donde todos puedan olerla. Que, en la medida en que «nunca nuestro cuerpo es tan nuestro como cuando nos duele», corremos el riesgo de que cuando nos arrebaten la historia que ha generado nuestras heridas, se lleven también la carne herida que somos; de que no haya nadie capaz de acoger nuestros cortes y, peor aún, que nos sea ilícito apropiarnos de ellos. 

Quienes le exigen trigger warnings al arte comulgan con este arrebato, con este juego de ojos vendados que solo funciona cuando fingimos que el terror está en otra parte, fuera de nosotros, siempre en otro lado. La novela nos enseña que de nada sirve desviar la mirada: lo terrible nos habita en todas partes y se entrelaza con lo que creíamos inamovible. Pero, al mismo tiempo, es capaz de instaurar novedades en todos los rincones de la Tierra y hacernos desconocer a cualquiera, empezando por nosotros mismos. En Nefando, el arte y el lenguaje parecen adquirir un nuevo valor edificante en tanto que representacional: el perdón puede ser una aporía, las palabras pueden hacerle justicia a la vergüenza, las máscaras pueden ser salidas de emergencia. Sin embargo, el requisito último para su éxito es dejar que lo terrible nos atraviese completos. Y no solo eso; hay que tener voluntad y estómago para afirmarlo.

Cuando digo que Nefando es una novela esperanzadora, también debo advertir que es oscura y ultra-violenta, pero era necesario que lo fuera. Si tenemos el poder de construirnos el mundo, lo haremos con las herramientas que nos son propias, el miedo incluido. Ahora queda hacer una labor arqueológica para sacar algo de esta mezcla de sangre, terror y llanto sobre la que nos hemos fundado. Nadie dijo que ser creador fuera cosa fácil, y quizás asumir nuestro poder lo es aún menos. Pero, por encima de la perforación de la carne y del cuerpo vulnerable-vulnerado, esto abre una posibilidad infinita. Si es cierto que Dios es silencio, y que «el silencio no es la ausencia del habla, sino el instante en el que las palabras pierden todo su sentido», entonces desear que haya palabras para todo el silencio que vendrá es desear que algún día podamos alcanzar un sentido que sea suficiente para apaciguar toda esta angustia. Es soñar que podemos hablar del dolor para reformular el golpe y, por fin, adueñarnos de él para imaginarlo y saborearlo distinto.

Con este texto no quiero decir que haya sido capaz de desentrañar las luchas ni las búsquedas de Mónica Ojeda. Antes, quiero decir que, sin saberlo, ella ha comprendido las mías. Por último, solo agregaré tres cosas más:

  1. La pluma de Mónica Ojeda es única, exquisita.
  2. Ojalá se acabe la moral. Por lo menos en el arte.
  3. Desafortunadamente, el mundo no viene con trigger warnings.

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