Un idioma es un paisaje

Por
Andrés
Arce

Hace algunos años, el poeta Yehuda Amijai escribió que un idioma es un paisaje. La frase me ha acompañado a todos lados desde que la leí. Ha cambiado mi forma de habitar mi lengua materna, de visitar las lenguas extranjeras que conozco, de asomarme fugazmente a las que ignoro. Gracias a ella pude abrir los ojos a una dimensión de las palabras que antes estaba a oscuras. Ahora veo con claridad los riscos dramáticos y el cielo de tormenta en el alemán, el arroyo murmurante en el francés, el mar de temple impredecible en las sílabas inglesas, las rocas ancestrales del desierto en el hebreo.

Claro que no pretendo que el paisaje que yo veo sea el único que exista, ni que sea el que todos pueden ver. Pero tampoco pienso que esto ocurra con los paisajes geográficos. Para comprobar a qué me refiero basta con pasear por el mismo lugar con distintas personas en distintas ocasiones. Es imposible que en ambos paseos veamos lo mismo, ni nosotros ni nuestros acompañantes. Como ocurre con el lenguaje, cada persona tiene un acceso único al paisaje compartido del mundo. 

La idea de Amijai parece más profunda cuando tomamos en cuenta que la mayor parte del contenido de nuestra consciencia está constituido por el lenguaje. No me refiero a las discusiones filosóficas en torno a la posibilidad de experimentar algo sin la mediación de conceptos, sino a algo mucho más inmediato. Casi todo el tiempo que pasamos despiertos lo pasamos pensando, es decir, hablando con nosotros mismos o escuchando a la voz que habla en nuestra cabeza. A menudo creemos que esa voz somos nosotros y que si algún día se callara dejaríamos de existir. Por eso es tan difícil meditar. Pero no quiero invitar a la meditación ni discurrir sobre la existencia del yo. Quiero hablar del idioma como un paisaje.

​​Con todas las palabras que pensamos o decimos, estamos siempre reconfigurando el escenario de nuestra vida. Así como elegimos ciertos cuadros, muebles, lámparas y objetos queridos para construir la atmósfera de nuestra casa, adoptamos expresiones, metáforas, tonos y vocablos para conformar nuestro paisaje lingüístico. Y cada conversación es una visita a una ciudad nueva, un intercambio en el que dos territorios se iluminan y transforman entre sí. El monólogo incesante se transforma en diálogo y los límites del mundo se vuelven borrosos. Esto ocurre, por supuesto, cuando platicamos con algún amigo, colega, amante o desconocido. Pero también puede ocurrir si, haciendo caso al poeta, concebimos nuestro idioma como un paisaje y nos decidimos a habitarlo con atención. Nos damos así cuenta de que el monólogo es en realidad una polifonía: dentro de nuestro paisaje hay muchas regiones, luminosas o sombrías,  áridas o exuberantes. Aunque reconocer esta multiplicidad pueda dar vértigo, hacerlo con cuidado tiene un efecto curativo. Incluso existe una forma de terapia que se basa en esto, desarrollada hace pocas décadas por psicólogos del círculo polar ártico. 

Si reconocemos al idioma como paisaje asumimos la responsabilidad de cuidarlo. De elegir con atención la tierra, la luz, el agua que sostienen nuestro mundo de palabras. Hay quienes buscan callarlo para llegar al desierto. Yo prefiero convertirlo en un bosque de rumores, en una selva polifónica. Prefiero la exuberancia al vacío. Pero, más allá de las inclinaciones (est)éticas, creo que la lección de Amijai es clara e importante: un idioma es un paisaje.


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