Hace ya un par de años que llegó el bicho. Y, cuando entendimos que se quedaría, intentamos aprender a convivir con él. Inventamos formas para evitar que existiera, pero siempre sabiendo que ahí estaba. En una comunidad tan afectiva como muchas veces lo es la mexicana, adaptarnos a volver a vernos más que un reto parece un baile. De los creadores de «—Pase. —No, pase usted.» y de «—Con permiso. —Propio.» llegaron un montón de nuevos pasos rituales en la danza de la cortesía.
En esta llamada «nueva normalidad» el contacto en persona trajo consigo cosas que sólo podemos caracterizar de inconsistentes. ¿Por qué seguimos usando métodos que se han probado inútiles contra el virus como los tapetes sanitizantes o los malditos códigos QR? ¿Por qué entramos a un lugar de convivencia con cubrebocas y nos lo quitamos una vez dentro? ¿Por qué es tan difícil decidir cómo saludar a cada persona? En el bosque de la lingüística, tras pasar el cerro de la semántica, en la llanura de la pragmática, al fondo a la derecha, existe un lugar que todo lo cambia y no cambia nada. Es el prado de los actos de cortesía y entre los pastizales se distinguen algunas verdades de la interacción humana.
Los estudios de cortesía dedican sus esfuerzos a entender las estrategias lingüísticas que están al servicio del mantenimiento de las relaciones sociales. Es decir, por qué decimos las cosas como las decimos. Por ejemplo, pensemos en las frases:
Alguien muy cuadrado podría decir que estas frases son iguales, que su contenido semántico es el mismo. Pero sabemos que no es así. De entrada entendemos luego luego que la frase b. es más educada que la a., simplemente por nuestro conocimiento del mundo en el que transitamos y hablamos. El porqué es más interesante.
Ambas frases persiguen el mismo objetivo (que alguien les pase la bendita salsa), pero esta petición no beneficia en nada al receptor. Es más, implica un costo para el pasa-salsas. Y, para colmo, en la frase a. pasar la salsa es una exigencia. Si la persona verdaderamente quiere comerse esa quesadilla con salsita, lo mejor será que utilice estrategias como las de la frase b. o de plano ya pararse. Lo que la persona de la frase b. está haciendo es utilizar atenuadores que minimicen la rudeza de pedirle algo a alguien sin que su imagen se vea afectada ante los ojos del otro. Son atenuadores el utilizar el verbo «pasar» en lugar de «dar», el diminutivo de cariño «salsita», la forma interrogatoria y —por supuesto— la fórmula «por favor» acortada.
Estas son cosas que muchas veces hacemos de forma automática. En cuestión de segundos nuestra cabeza es capaz de analizar el contexto: el costo-beneficio y la imagen pública, así como la edad, la cercanía, el sexo y la posición social de nuestro receptor. Y, con base en esta información, adaptamos nuestra habla —por medio de atenuadores e intensificadores— como más nos convenga. Pero, bueno, ¿y esto qué tiene que ver con el cobicho?
Tras el encerrón, el piloto automático con el que navegábamos las relaciones interpersonales se averió. El mundo cambió y lo que sabíamos de cómo transitar en él también. El virus se volvió un factor a considerar dentro del análisis del contexto y los resultados tienen un gran margen de error. Ya no queda claro quién se beneficia o para quién es el costo y la imagen pública parece estar en peligro constante.
Pensemos primero en las tiendas y los restaurantes. En esta nueva dimensión, entrar a un establecimiento siempre implica cierto riesgo de contagio. De forma casi desesperada, estos lugares tuvieron que pensar en formas de atenuar el costo de ir al local. Disfrazados de medidas sanitarias, los tapetes sanitizantes y los códigos QR fueron ese «ita» en «salsita» que los establecimientos necesitaban. Ya con el conocimiento de que no ayudan a evitar contagios, sólo se me ocurre pensar en ellos como simples actos de cortesía. ¿Durarán? Quién sabe. Pero espero con ansia el momento en el que no entregar menú físico se considere descortés.
Más complicadas son las relaciones interpersonales. ¿Quién lo diría? Antes las reglas de cortesía eran claras. El saludo cambiaba de acuerdo con el sexo y la relación entre los participantes. Tras la pandemia, hubo un momento de paz en el que el saludo era un homogéneo gesto con la mano a la distancia o un sencillo «hola». Ahora que el peligro parece menos inminente, la claridad quedó atrás. Los cálculos ya no se realizan de forma automática. Decenas de preguntas flotan en la habitación durante ese momento incómodo. ¿Qué pasa si no saludo de beso y ofendo a alguien? ¿Qué pasa si sí saludo de beso y la ofensa es peor? ¿Qué valora esta persona?
Todo está en juego. En una balanza se suspenden la cercanía y la confianza. El daño a la imagen pública por parecer covidiota es latente. Al entrar con cubrebocas a un cuarto, la imagen se protege. «Me estoy cuidando», dice. Pero saludar de cerca a todos los presentes dice lo contrario. Puedes elegir velar por tu salud y enfrentar un «no me tienes confianza» al que un «yo no sé si te estás cuidando» replica. La conversación interna se lleva en ambos sentidos y a ella se le une un «¿no soy lo suficientemente cercano en tu círculo social como para recibir un saludo?». Fibras sensibles se tocan desde los primeros contactos y la danza dura minutos interminables. A la hora de saludar, ¿qué pesa más? ¿El costo de contagiarse y parecer covidiota o el costo de parecer descortés y dañar una relación?
Al final, hay de dos sopas: o asumes los riesgos de la decisión que tomes o encuentras la fórmula atenuante perfecta para salir del dilema. Mientras las reglas de cortesía no se estabilicen, el baile continuará. La pandemia cimbró todo, incluso lo que no sabíamos que se podía hacer temblar. Esas reglas estáticas de comportamiento que tardan décadas en cambiar y formarse aún permanecen en ruinas. Sólo queda reconocer y reconstruir nuestra idea de mundo, un mundo que se transforma ante nuestros ojos.