Voces que me habitan

Por
Regina Oteiza

Hace cerca de tres años me hallaba en un diplomado de escritura, y tenía el hábito delicioso y despreocupado de poder escribir con regularidad, cuentos y una novela—que hasta la fecha sigue siendo un camino—. Y leía, leía mucho. Fue en este tiempo de mi vida donde conocí a Clarice Lispector con La hora de la estrella. Recuerdo cómo comencé: me senté en mi escritorio y comencé a leer sin la menor distracción, mi pequeño ritual. Comienzo con el prólogo, se trata de un escritor que anticipa su obra, al hablar de su personaje que crea para ella, Macabea; también habla de la imposibilidad de hablar de ella. Lo siguiente que sé es que comienzo a desbordarme: lloro, lloro muchísimo en el prólogo—tuve que dejar de leer unos minutos porque no podía seguir bien las letras—. ¿Qué fue lo que sentí? No fue una tristeza inconsolable, un coraje avivado por algún recuerdo; lo que sentí y que nombro ahora fue una ternura infinita, una conmoción que se ha vuelto íntima amiga mía. Fue con el prólogo que aconteció una transformación medular de mi relación con los personajes que creo, o que intento crear como escritora.

Muchos de ellos se quedan en un murmullo entre labios; algunos están naciendo; quizás ninguno se agote en lo que escribo, y ese es el cariño y la libertad con que Clarice acoge a Macabea, su personaje. Despojar a mis personajes de todo atributo que los haga caer en la fácil compensación de belleza; la fealdad no es la de su rostro, sino su desentendimiento con todo adorno convencional que los serene, que los amanse; yo pido de mis personajes que me espanten, como ciertamente Macabea espantó a Clarice. Y siempre lo logran, una y otra vez.

«Avanzar lentamente a pesar de la impaciencia que tengo con esa muchacha». Entender que el tiempo no les importa a mis personajes, o que tienen un cuidado distinto de él; he aprendido que cuando fuerzo que nazcan los mutilo, y reprochan escondiéndose de mí hasta que vuelva a tener el coraje, la calma, de hablar con ellos, de preguntar: ¿qué te duele?, ¿cuál es tu más grande felicidad?, ¿qué quieres?

Mi escritura se desnuda para encontrarse con sus personajes, como la de Clarice; está al servicio de ellos, y no al revés. Pero mi escritura siempre escapa de una manera preciosa, victoriosa, a mis personajes, y ese es el otro efecto que tienen mis personajes en mí: la entrega fanática hacia ellos, un amor sin pretensiones, sincero; comprendo que son míos, y yo de ellos.

En cada palabra que los teje, cada sorpresa y pregunta, mis personajes me revelan que son un implacable sí; afirman su soledad, sus pesares, pasiones, terrores, su verdad. Cada uno es una verdad: cuando yo cuento su historia, ellos me devuelven la mía, y no puedo pensar en un amor más grande que ese.

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